Érase una vez…
Temprano, a las 7:43 de esta aurora de domingo en la Clínica San Francisco
de la ciudad de León, ha nacido nuestro hijo… ha nacido Manuel. Y lo ha hecho
como cualquier otro niño, rodeado de gasas, pinzas quirúrgicas, paredes en
blanco, amor y cifras: casi cuatro kilos en la báscula, 53 centímetros con
la cinta métrica, 35 más de perímetro craneal, nueve sobre diez en no sé bien
qué test… ¡La de números que somos a lo largo de una vida!
Después de un embarazo sin grandes
sobresaltos, mamá comenzó con contracciones ayer por la tarde e incluso
llegamos a acudir al hospital. En nuestra familia siempre fuimos muy puntuales
y, dado que en esos días se cumplía precisamente la previsión que nos dieron
para el parto, creímos que tal desenlace estaría próximo a llegar. Sin embargo
nos equivocamos, pues tuvimos que volver a casa:
—Hasta que no sean cada cinco
minutos no tienen que venir —insistió con cierta sorna la matrona.
—¡Qué impacientes estos padres
primerizos! —resoplaba desde el
fondo un celador.
Así que, para no precipitarnos de
nuevo, pasamos la noche contando
contracciones.
—A las 2:09, a las 2:24, a las
2:33…
—A las 3:00, a las 3:12, a las
3:19…
Por fin alcanzamos la secuencia
sugerida:
—A las 4:47, a las 4:51, a las
4:56…
Llamamos a un taxi con nocturnidad
y alevosía. Nuestro principio era su meta. Al vernos en tal estado, el
conductor —tan amable como temeroso— le rogó a mi mujer que aguantase un poco,
que no diera a luz allí dentro pues acababa de cambiar las alfombrillas. Tal
vez por eso hizo el trayecto deprisa, mostrando un pañuelo blanco por la
ventana y saltándose cuantos semáforos en ámbar nos salieron al paso. Para
nuestra
suerte, llegamos pronto; para la suya, llegamos sin
novedad.
—¡Mil gracias! —nos despidió
aliviado antes de recontar la propina—.Que tengan un buen parto.
—¡Mil y una gracias a usted! Que
tenga un buen servicio.
En el hospital aguardaba la misma
matrona de la tarde anterior, quien
procedió nuevamente a monitorizar las contracciones: —A
las 6:38, a las 6:41, a las 6:42… Deberían haber venido antes. Les dije que
cuando fueran cada cinco minutos —nos regañó sin perder la sorna.
—¡Qué dejados estos padres
primerizos! —apuntaló el celador.
C allo, pero
eso no significa que otorgue nada. Porque está visto que actúes como actúes,
siempre habrá alguien para quien no acertarás. Ante la inminencia del final, avisaron
a la ginecóloga, al anestesista, a una enfermera, a otro celador. Nuestro hijo
hizo madrugar al equipo de guardia pese a ser una mañana de festivo. Entramos
al paritorio, permitiéndome que estuviese a la cabecera de la cama como un
espectador excepcional. Lo agradecí infinito. De hecho, aun cuando nunca
recuerde los favores que como médico haya podido dispensar a mis pacientes, jamás
olvidaré esta atención que tuvieron para conmigo.
Y todo salió perfecto. Cuando el pediatra golpeó suavemente su culito, nuestro
pequeño Manuel rompió a llorar. (…)
Y es a partir de este punto de Nanas para un Principito, donde comienza este libro sobre la magia
de la vida, el amor y los cuentos que nos
van descubriendo el mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.